El hombre no es
el dueño de la vida sino su custodio y
administrador
Homilía de SS Benedicto
XVI durante la santa misa celebrada en la parroquia de Santa
Ana
5 de febrero de
2006
Queridos hermanos y
hermanas:
El evangelio que acabamos de
escuchar comienza con un episodio muy simpático, muy hermoso, pero también lleno
de significado. El Señor va a casa de Simón Pedro y Andrés, y
encuentra enferma con fiebre a la suegra de Pedro; la toma de la mano, la
levanta y la mujer se cura y se pone a servir. En este episodio aparece
simbólicamente toda la misión de Jesús. Jesús, viniendo del Padre, llega a la
casa de la humanidad, a nuestra tierra, y encuentra una humanidad enferma,
enferma de fiebre, de la fiebre de las ideologías, las idolatrías, el olvido de
Dios. El Señor nos da su mano, nos levanta y nos cura. Y lo hace en todos los
siglos; nos toma de la mano con su palabra, y así disipa la niebla de las
ideologías, de las idolatrías. Nos toma de la mano en los sacramentos, nos cura
de la fiebre de nuestras pasiones y de nuestros pecados mediante la absolución
en el sacramento de la Reconciliación. Nos da la
capacidad de levantarnos, de estar de pie delante de Dios y delante de los
hombres. Y precisamente con este contenido de la liturgia dominical el Señor se
encuentra con nosotros, nos toma de la mano, nos levanta y nos cura siempre de
nuevo con el don de su palabra, con el don de sí mismo.
Pero también la segunda parte de
este episodio es importante; esta mujer, recién curada, se pone a servirlos,
dice el evangelio. Inmediatamente comienza a trabajar, a estar a disposición de
los demás, y así se convierte en representación de tantas buenas mujeres,
madres, abuelas, mujeres de diversas profesiones, que están disponibles, se
levantan y sirven, y son el alma de la familia, el alma de la
parroquia.
Como se ve en el cuadro pintado
sobre el altar, no sólo prestan servicios exteriores. Santa Ana introduce a su
gran hija, la Virgen, en las sagradas Escrituras, en la esperanza de Israel, en
la que ella sería precisamente el lugar del cumplimiento. Las mujeres son
también las primeras portadoras de la palabra de Dios del evangelio, son
verdaderas evangelistas. Y me parece que este episodio del evangelio,
aparentemente tan modesto, precisamente aquí, en la iglesia de Santa Ana, nos
brinda la ocasión de expresar sinceramente nuestra gratitud a todas las mujeres
que animan esta parroquia, a las mujeres que sirven en todas las dimensiones,
que nos ayudan siempre de nuevo a conocer la palabra de Dios, no sólo con el
intelecto, sino también con el corazón.
Volvamos al evangelio: Jesús
duerme en casa de Pedro, pero a primeras horas de la mañana, cuando todavía
reina la oscuridad, se levanta, sale, busca un lugar desierto y se pone a orar.
Aquí aparece el verdadero centro del misterio de Jesús. Jesús está en coloquio
con el Padre y eleva su alma humana en comunión con la persona del Hijo, de modo
que la humanidad del Hijo, unida a él, habla en el diálogo trinitario con el
Padre; y así hace posible también para nosotros la verdadera oración. En la
liturgia, Jesús ora con nosotros, nosotros oramos con Jesús, y así entramos en
contacto real con Dios, entramos en el misterio del amor eterno de
la santísima
Trinidad.
Jesús habla con el Padre;
esta es la fuente y el
centro de todas las actividades de Jesús; vemos cómo su
predicación, las curaciones, los milagros y, por último, la Pasión salen de este
centro, de su ser con el Padre. Y así este evangelio nos enseña el centro de la fe y de nuestra
vida, es decir, la primacía de Dios. Donde no hay Dios, tampoco se respeta al
hombre. Sólo si el esplendor de Dios se refleja en el rostro del hombre, el
hombre, imagen de Dios, está protegido con una dignidad que luego nadie puede
violar.
La primacía de Dios. Las
tres primeras peticiones del «Padre nuestro» se refieren precisamente a esta
primacía de Dios: pedimos que sea santificado el nombre de Dios; que el respeto
del misterio divino sea vivo y anime toda nuestra vida; que «venga el reino de
Dios» y «se haga su voluntad» son las dos caras diferentes de la misma medalla;
donde se hace la voluntad de Dios, es ya el cielo, comienza también en la
tierra algo del cielo, y donde se hace la voluntad de Dios está presente el
reino de Dios; porque el reino de Dios no es una serie de cosas; el reino de
Dios es la presencia de Dios, la unión del hombre con Dios. Y Dios quiere guiarnos a este
objetivo.
El centro de su anuncio es el reino de
Dios, o sea, Dios como fuente y centro de nuestra vida, y nos dice: sólo Dios es
la redención del hombre. Y la historia del siglo pasado nos muestra cómo en los
Estados donde se suprimió a Dios, no sólo se destruyó la economía, sino que se
destruyeron sobre todo las almas. Las destrucciones morales, las destrucciones
de la dignidad del hombre son las destrucciones fundamentales, y la renovación
sólo puede venir de la vuelta a Dios, o sea, del reconocimiento de la
centralidad de Dios.
En estos días, un obispo del
Congo en visita ad limina me dijo: los europeos nos dan generosamente muchas
cosas para el desarrollo, pero no quieren ayudarnos en la pastoral; parece que
consideran inútil la pastoral, creen que sólo importa el desarrollo
técnico-material. Pero es verdad lo contrario -dijo-, donde no hay palabra de
Dios el desarrollo no funciona, y no da resultados positivos. Sólo si hay antes
palabra de Dios, sólo si el hombre se reconcilia con Dios, también las cosas
materiales pueden ir bien.
El texto evangélico, con su
continuación, confirma esto con fuerza. Los Apóstoles dicen a Jesús: vuelve,
todos te buscan. Y él dice: no, debo ir a las otras aldeas para anunciar a Dios
y expulsar los demonios, las fuerzas del mal; para eso he venido. Jesús no vino
-el texto griego dice: «salí del Padre»- para traer las comodidades de la vida,
sino para traer la condición fundamental de nuestra dignidad, para traernos el
anuncio de Dios, la presencia de Dios, y para vencer así a las fuerzas del mal.
Con gran claridad nos indica esta prioridad: no he venido para curar -aunque lo
hago, pero como signo-; he venido para reconciliaros con Dios. Dios es nuestro
creador, Dios nos ha dado la vida, nuestra dignidad: a él, sobre todo, debemos
dirigirnos.
Y, como dijo el padre
Gioele, la Iglesia celebra hoy en Italia la Jornada por la vida. Los obispos
italianos han querido recordar en su mensaje el deber prioritario de «respetar
la vida», al tratarse de un bien del que no se puede disponer: el hombre no es
el dueño de la vida; es, más bien, su custodio y administrador. Y bajo la
primacía de Dios automáticamente nace esta prioridad de administrar, de
custodiar la vida del hombre, creada por Dios. Esta verdad de que el hombre es
custodio y administrador de la vida constituye un punto fundamental de la ley
natural, plenamente iluminado por la revelación bíblica. Se presenta hoy como
«signo de contradicción» con respecto a la mentalidad dominante. En efecto,
constatamos que, a pesar de que existe en general una amplia convergencia sobre
el valor de la vida, cuando se llega a este punto -es decir, si se puede, o no,
disponer de la vida-, dos mentalidades se oponen de manera
irreconciliable.
De una forma más sencilla
podríamos decir: la primera de esas dos mentalidades considera que la vida
humana está en las manos del hombre; la segunda reconoce que está en las manos
de Dios. La cultura moderna ha enfatizado legítimamente la autonomía del hombre
y de las realidades terrenas, desarrollando así una perspectiva propia del
cristianismo, la de la encarnación de Dios. Pero, como afirmó claramente el
concilio Vaticano II, si esta autonomía lleva a pensar que «las cosas creadas no
dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin referirlas al Creador»,
entonces se origina un profundo desequilibrio, porque «sin el Creador la
criatura se diluye» (Gaudium et spes, 36). Es significativo que el documento
conciliar, en el pasaje citado, afirme que esta capacidad de reconocer la voz y
la manifestación de Dios en la belleza de la creación es propia de todos los
creyentes, independientemente de la religión a la que
pertenezcan.
Podemos concluir que el
pleno respeto de la vida está vinculado al sentido religioso, a la actitud
interior con la que el hombre afronta la realidad, actitud de dueño o de
custodio. Por lo demás, la palabra «respeto» deriva del verbo latino respicere
(mirar), e indica un modo de mirar las cosas y las personas que lleva a
reconocer su realidad, a no apropiarse de ellas, sino a tratarlas con
consideración, con cuidado. En definitiva, si se quita a las criaturas su
referencia a Dios, como fundamento trascendente, corren el riesgo de quedar a
merced del arbitrio del hombre, que, como vemos, puede hacer un uso indebido de
ellas.